La Moro, esa chica que escribía como vivía y sentía

Ha muerto la Moro y las letras del folclore argentino están de duelo. Escriba de varios de los éxitos de Los Nocheros -cuarteto que lideró el boom del 'nuevo folclore argentino', allá por los 90 y que aún comanda su esposo, Mario Teruel, fue para los fans del grupo salteño una verdadera alma mater, pero en realidad ¿quién fue esta artista detrás de las bambalinas, que se autodefinía como escritora de canciones?

SALTA 04 de febrero de 2023 Carlos Alberto Torino
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Cristina Noemí Laspiur -así la llamaron sus padres cuando nació. Noemí por una tía y Cristina por su hermana mayor- llegó al mundo en el barrio Hernando de Lerma un 19 de enero de 1965. Allí se quedó hasta que se casó con el amor de su vida (realmente su unión junto a Mario Teruel fue un fiel testigo de esta idea, cabalgada por “el amor romántico”) para transitar y descubrir otras latitudes, mucho más amplias que ese reducto de valle que forjó su niñez y su adolescencia.
Por eso, a pesar de las innumerables oportunidades que seguramente tuvo para volar a otras geografías, jamás dejó a su tierra, a su identidad. “Cuando estoy en otros lugares, sean giras o paseos, me quiero volver a la semana, a los diez días, quiero ver a Salta”, expresó en las no muchas entrevistas que ofreció a medios locales cuando ya había dejado de ser “la mujer detrás del escenario” del famoso conjunto folclórico y había asomado al conocimiento público.
Cabe consignar, que en 2012 con su disco No Clásico -donde cantaron sus canciones artistas como Paloma San Basilio, El Chaqueño Palavecino, Facundo Toro y Vale 4- la Moro tuvo su “presencialidad”, había dejado de ser la mano invisible detrás de Los Nocheros. “Fue un disco muy plural, donde cada artista participante puso su impronta, hizo sus arreglos. Un disco con un toque de folclore y jazz”, se refirió a su primera exposición pública a través de un trabajo propio.
AMOR Y CORO PARROQUIAL
A los trece años, conoció a Mario Teruel en el casi único lugar que podían socializar los jóvenes de su época: la iglesia. Hay que imaginarse fines de los 70 y principios de los 80, cuando ya la maquinaria del terrorismo de estado había penetrado capilarmente con el miedo a la sociedad. Cualquier reunión de chicos y chicas podían entrar en el rango de la peligrosidad. Una de las estrategias adolescentes para vivir su vida natural consistía en agruparse en las iglesias parroquiales, las que están en los barrios. Por la zona de la Moro y sus vecinos y vecinas, se erigía la parroquia Santa Teresa, regenteada por la Orden de las Carmelitas.
Allí, el padre Donato y el padre Labrador –los más carismáticos, entre esos curas españoles con la zeta bien remarcada- sostuvieron la apertura de unas pocas aulas que rodeaban a una cancha de básquet en el predio de la iglesia en la esquina –desde ahora mítica- de Florida y Tucumán; para que niños, jóvenes y adultos se reunieran –fundamentalmente los sábados- en distintos grupos que fomentaban. Así, los curas, de paso, podían convocar para la celebración de sus misas con algo que no todos podían (ni aún hoy pueden) lograr: alegría.
Esa esquina, valga decirlo, raspaba pertenencia. “Teníamos maestros de la vida. Participábamos en torneos interparroquiales. Es mi etapa más recordada la de la adolescencia porque formamos los grupos en la parroquia”, recordó alguna vez la Moro, con cierta nostalgia y no sin antes reivindicar su niñez de juegos en las calles de tierra, donde “compartía los baldíos” para cualquier travesura, y armar chozas en los árboles. 
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La Moro y Mario pertenecieron a ese lugar donde al final todos y todas bebían la sangre de Cristo en recordadas misas (quien haya asistido a alguna ceremonia en esa época, un sábado o un domingo a las ocho de la noche, puede dar fe de esta observación) donde el coro, que los tenía como destacados protagonistas, brillaba bajo la dirección del Negro Ahumada. El asombro y la admiración de los feligreses y cualquier curioso que entrase a ese templo, a veces, eran más potentes que los rituales religiosos.
MELODÍAS Y PALABRAS 
Así empezaron a conocerse. Un amor adobado por el encuentro, la alegría, el compañerismo, la solidaridad y la fe. En un abrir y cerrar de ojos, esos sentimientos se dejaron abrazar por el canto y la guitarra a cuestas, las letras surgidas de las corazonadas y las expectativas por el porvenir que desea cualquier joven, de cualquier estamento social y cualquier tiempo. Acaso no haya sido casualidad que el amor fuese sellado por la Tristecita que dice “…zamba, quiero oír al atardecer/capullo de luz/que quiere ser sol/y no puede ser…” y que cuando se pregunta de quién es, casi al unísono se dice Ariel Ramírez. En realidad, la música es del tótem santafesino pero la letra le pertenece a María Elena Espiro. Justamente lo que marcó toda la praxis de letrista a la Moro. “Primero, la melodía, luego escribo”, decía siempre que se le consultaba sobre las musas y yerbas similares. Es decir, en la Moro, primero, la música, luego la literatura. Primero, prestó atención al músico, activó su oído. Eso luego lo plasmó al papel para ser canción.
Esa estética la fue modelando despuntado el vicio de leer a Jaime Dávalos y escuchar a Daniel Toro. También de amar a los Tucu Tucu, sus preferidos, quienes “me enseñaron cómo tratar a una canción”. Sintió el halago cuando un buen día, el mismísimo Daniel Toro le propuso a Mario Teruel “hacer algo juntos”. Así fue que, vía telefónica, el ex Nombrador tarareó la música y Mario la completó. Ella, claro, le puso letra a la juntada. Lo que vino después fue un tesoro para La Moro. “El Maestro Daniel me hizo una devolución con aprobación por todo lo sucedido en ese encuentro. Fue como rendir mi gran examen”, subrayó, orgullosa, recordando esa movida que grafica tal cual lo que pensaba la Moro sobre la escritura de las letras.
Se sabe que los arreglos vocales del grupo tenían un respaldo en esas letras que componía La Moro. Una lista con La Yapa, Florcita Rara o Asistencia Perfecta, puede dar fe de esa conjunción. También Babel que, según señaló, surgió “en un momento de una especie de pelea de dos boxeadores en ring distintos. Me inspiré en la película y quise transmitir que, a pesar de los distintos idiomas y ser tan distintos, podemos estar juntos”. Esa captación de los sentimientos y su lírica adecuada, le dio solidez al canto del conjunto salteño no tan solo ante los públicos que lo idolatraban e idolatran, sino también ante las discográficas, que no pararon de producirlos.
Pero ella, sencilla y clara, no se cansó de explicar con su perenne carácter docente que los fenómenos de Los Nocheros no se hicieron de la noche a la mañana. “Fue una búsqueda hasta la consagración. Se fue dando”, y que el factor de amistad que hubo en el grupo lo llevó a pensar que “había posibilidades de explotar esa idea de rescatar lo que estaba perdido, que era esa necesidad de cantar folclore”. Y aclaró, para acallar críticas infundadas: “Aquí nadie inventó nada”, dijo respecto a los ruidos que generó la inclusión de la batería y el bajo en una formación folclórica. Es menester agregar que su pluma iba al papel buscando lo que muchas veces enfatizó.
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“No soy poeta, ni escritora, romántica, puedo ser. Sólo escribo canciones como una forma de percibir la vida, el paisaje” .
LA COCINA, LA FAMILIA…
En una noche serrana de espectáculo en Villa Carlos Paz, la Moro encontró llorando a su hija Jimena. Estaba en los camarines con una prueba de embarazo positiva. La jovencita de 17 años, casi aterrada por lo que significa empezar a ser madre a esa edad, solo atinó a decirle “mamita estoy embarazada”, cuando la vio entrar, pero tal fue la sorpresa de la reacción de la futura abuela que pensó y se tranquilizó que no era tan terrible la noticia. Su madre le habló y sonrió de felicidad; descomprimió el momento y luego todos juntos se prepararon para recibir
al nuevo integrante de la familia. 
La Moro, lejos de ser la ama de casa abnegada, habitó cada rincón del hogar con su impronta. Oído siempre atento a cada demanda de sus cuatro hijos, no sin preguntarles - aún ya de grandes- si se habían lavado los dientes, no dejaba de cocinar ni de llevarlos al médico cuando las dolencias aparecían, pero, también, huelga decirlo, nunca dejó la composición. Es más, hasta se puede arriesgar que muchas de sus más de 200 canciones, mínimamente fueron realizadas entre ollas y sartenes. Una amiga la definió como “la persona común que encontrás en la cocina de tu casa”, y ella honraba esa mirada. Hasta fantaseaba comprar la vivienda vecina solo para ampliar su cocina.
Quienes transitaron esa casa aseguran que el frangollo y el arroz eran monumentales y que prefería las empanadas horneadas y unos buenos asados. Todo acompañado con un torrontés de pura cepa y, si era postre, pedía un helado de dulce de leche. Pero más allá de la cocina, sus gustos y sabores, sostienen esos amigos comensales, que si algo no le gustaba era la falta de ortografía y la impuntualidad. “Sea para adelante o para atrás. Es lo mismo”, sostuvo en una entrevista televisiva. 
Hincha de Ríver y de Juventud Antoniana, admiradora de Monzón; decididamente, en sus gustos musicales, más allá del folclore, optaba por el reggae ante la cumbia; y la escucha de Soda Stereo ante que Los Redondos; y Queen antes que Pink Floyd.  La Moro recordaba con pasión cómo miraba El Chavo del 8. Mucho más que Los Simpsons. 
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En un programa de Canal 10, un medio en el que hizo de coaching en un envío de canto, el periodista le preguntó qué le inspiraba un cielo con nubes. La Moro, con esa sonrisa eterna, suspiró y serenamente, respondió: “voy hacia ahí, quiero pasar ahí el resto de la eternidad. Hablaré con mi suegra, mi papá y mi hijo menor”.
Tal vez injustamente (¿qué muerte no es injusta?) la parca pasó por la parada de La Moro, dejando deudos con corazones conmovidos. Pero también recuerdos de su sinceridad profunda, como cuando contaba que con Mario “me peleo todos los días, pero cuánto lo amo. Pesa más que a su lado soy feliz”. Toda una declaración de principios, que justamente en estas horas de duelo, de resignación, acaso deba ser levantada como bandera de trascendencia a la muerte.
 
Después de todo, la Moro ya debe estar tomando mate en la eternidad con sus seres queridos y los amigos. Siempre escuchando la melodía para después escribir, tal como vivía y sentía. 
Ha muerto la Moro. Una realidad. Tanto como que su vida dejó un legado de tratar a la canción, con el oído atento a la música. Hasta siempre.
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