Rumbo al año jubilar 2025 con el papa Francisco

Hemos terminado un año intenso, con profundos cambios para nuestro país y también para la iglesia católica en el mundo y en la Argentina. Tenemos un líder espiritual a nivel mundial que emergió de nuestro suelo patrio, y se está convirtiendo, con sus 88 años, en el tercer Pontífice más longevo de la historia eclesial.

INTERNACIONALES02 de enero de 2025 Felipe Hipólito Medina (*)
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El primero fue el Papa Agatón que murió en el 681 dC, a los 102 años, luego el Papa León XIII en 1903 dC, a la edad de 93 años. Francisco ha creado muchas expectativas al comienzo de su pontificado acerca de la duración de su gestión frente a la barca de Pedro. Se hablaba de su renuncia, justificando la realizada por su predecesor Benedicto XVI; y también de la   posibilidad que emitiera un documento modificando el tiempo de duración del ministerio Petrino hasta los 80 años. Actualmente, los obispos deben renunciar cumplidos los 75 años, generando un sinnúmero de obispos eméritos, que antes no había, salvo que fueran retirados por causas graves o fuerza mayor. La reforma en estos temas no se hizo y no creo que haya grandes cambios en ese orden. Los Papas seguirán siendo vitalicios por ahora, con la opción de renuncia a su cargo.  De hecho, ante las dificultades motoras de Francisco, los obispos alemanes no dudaron en preguntarle si pensaba renunciar por sus lastimadas rodillas; y él respondió, con su estilo un tanto irónico, “se gobierna con la cabeza y no con las rodillas”.
Otros desafíos que se le plantearon al inicio de su pontificado, como las finanzas vaticanas y la corrupción,  los escándalos sexuales, la indisciplina eclesiástica, la resistencia de los sectores anti-reformistas, el laicismo grotesco de Europa y casi todo occidente, la deserción de muchedumbres en la fe, volcados a las nuevas corrientes espiritualistas de  escaso compromiso social, la pobreza en el mundo y el grave deterioro de la casa común, Francisco los encaró de manera decisiva,  al mejor estilo jesuístico, con mansedumbre y paciencia, con astucia y a la vez, con un espíritu imperturbable frente a las críticas y embestidas. Ordenó las finanzas del Vaticano y ordenó la casa, la Iglesia Católica,  por dentro,  tanto el Vaticano como la Iglesia extendida por el mundo; tarea de las más difíciles, riesgosas y comprometidas,  ya que tocó intereses personales de gente poco escrupulosa y muy poderosa dentro y fuera de la institución milenaria, tocó a gente que, a pesar de los títulos eclesiásticos que ostentaban, nunca dudaron en aprovecharse de los privilegios mundanos. A varios grupos les sobraba religión hasta para odiar.
Muchas de las reformas que encaró el Papa estaban previstas en el Concilio Vaticano II, que fue promulgado por el Papa Pablo VI en 1965, y que el Papa Juan Pablo II, en más de dos décadas de gobierno, no pudo llegar a concretar. Los poderosos pesaron más y el Santo Papa Wojtyla hizo lo que pudo para mantener un clima de paz dentro de la Iglesia. Su liderazgo fue más fuerte hacia el mundo, hombre de paz y justicia para la humanidad, pero hacia dentro optó por un prudente trato a las dificultades planteadas. Tuvo el valor de amonestar y pedir conversión hacia dentro de la institución, pero su salud no le permitió completar la obra.
Poner en marcha en la vida hacia dentro de la Iglesia, aplicando las constituciones y decretos del Concilio Vaticano II, era y es una tarea titánica. El mismo Concilio tenía una gran resistencia desde su génesis, cuando fue convocado por el Papa Juan XXIII. Resistencia y cuestionamientos que llegan hasta nuestros días. Francisco sabe lo que tiene que hacer y no da marcha atrás. En definitiva, el Concilio fue convocado por el Espíritu Santo y se desarrolló bajo su mirada y debe continuar de esa manera. Los que tienen el don de la fe saben que el Concilio fue un regalo de Dios a su Pueblo.
Francisco escuchó a los Cardenales en las comisiones previas al cónclave e hizo una propuesta garabateada con lápiz en un simple papel, rescatado por el Cardenal Ortega de Cuba, después de la elección papal. Allí, el entonces, Cardenal Jorge Bergoglio pedía a sus pares una Iglesia que no sea autorreferencial, que esté libre de ataduras no  sujeta a los poderes temporales; y una comunidad en salida, cumpliendo el último mandato de Jesús a los Apóstoles, “vayan por todo el mundo y proclamen la buena noticia…”;   por ello dirá, “prefiero una iglesia accidentada por andar en el mundo, en la calle a una iglesia enferma por el encierro en las sacristías”, “prefiero una iglesia pobre para los pobres”. No fue una simple proclamación de deseo. Con la obsesión jesuítica por la práctica concreta del Evangelio en la vida cristiana y cotidiana;  y la imperturbabilidad de los espíritus guerreros, ya convertido en Pontífice, se lanzó manos a la obra. No dejó títeres con cabeza, como dice el dicho popular; donde debía cambiar los actores, con mucha paciencia y misericordia, los cambió; y donde la resistencia era muy dura, no dudó en excomulgar algún obispo o  cura, expulsar o disolver monasterios. Sabe el Santo Padre que no son tiempos para guerras intestinas, mucho menos para pelearse por dogmas, que ya están y deben respetarse y vivirse. Son tiempos de encuentro y de paz. Si los creyentes, laicos y pastores no tienen paz, no podrá lograrlo tampoco la sociedad.  Su gran labor es obligar a todo el pueblo de Dios a volver los ojos a Jesucristo, al  del Evangelio, a su mensaje simple y sencillo, “amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo (al humano) como a sí mismo. 
En ese afán por cambiar de raíz la mentalidad de la cristiandad, introdujo una nuevo término en la teología pastoral y la vida cotidiana del pueblo,   la “sinodalidad”. No es un invento de Francisco,  su espíritu renovador está en la esencia misma de la Constitución Pastoral Lumen Gentium, las primera del Concilio Vaticano II. La sinodalidad subraya la dignidad común de todos los cristianos y su corresponsabilidad en la misión evangelizadora. En materia pastoral diluye la verticalidad que siempre caracterizó a la Iglesia Católica. Sinodalidad exigen comunión y participación, mirar más allá de las barreras religiosas y ver la imagen de Dios en los de afuera, abrirse a todos sin formalismos ni burocracias. Francisco fue duro con las comunidades parroquiales o con la iglesias que se parecen más a una aduana que a un lugar de acogida cordial y fraterna. El Concilio Vaticano II se hizo para abrir puertas y ventanas, a pesar de los riesgos, para salir al encuentro del mundo, para mostrar la novedad del Evangelio y valor de la vida humana después de las grandes guerras mundiales y la incertidumbre del hombre moderno frente a la dimensión espiritual y la existencia de Dios.
La sinodalidad para Francisco no es un capítulo más de la eclesiología o de un tratado teológico, es un modo nuevo y antiguo de ser iglesia, es la naturaleza misma de la iglesia, su estilo y misión. El Papa gusta decir que debemos “caminar juntos”,  laicos, pastores, y el obispo de Roma, y  es un concepto fácil de expresar con palabras, pero no es tan fácil ponerlo en práctica. Una iglesia que escucha, con la oreja y con el corazón, capaz de sentir, alegrarse o sufrir con su pueblo. Escuchar es el primer compromiso, se trata de escuchar la voz de Dios, de captar su presencia, de interceptar su paso y su soplo de vida. 
Todo el concepto de sociedad monárquica, perfecta y vertical se diluye frente a la definición de la Iglesia del Concilio Vaticano II, “la iglesia es el Pueblo de Dios jerárquicamente constituido”, primero es Pueblo, Pueblo de Dios, que incluye a todos, laicos, pastores, familias, personas consagradas, hombres y mujeres de buena voluntad sin ostentación de poder ni autoritarismo, sino como servidores unos de otros. Y en segundo lugar, la jerarquía, no como privilegios, sino como don y tarea, puestas para servir. Más evangélico que este concepto, imposible. 
Llevamos 60 años tratando de hacer carne en la vida de los cristianos este concepto original de iglesia, vivido y proclamado desde la Cruz y la Resurrección, desde las primeras comunidades cristianas, según los hechos de los apóstoles. Hoy seguimos mirando a los demás como enemigos en un mundo clericalizado, donde pareciera que sólo vinimos a defender dogmas que poco dicen de la fe al hombre y la mujer de hoy. Francisco se arremangó la sotana y se puso manos a la obra. No le será fácil. Es un camino de exigencia y compromiso. La otra propuesta es puro rito y magia. La fe es vida. La magia es ilusión.
(*) Lic. en Ciencias Religiosas 
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