OPINIÓN Carlos Torino, de Córdoba 08 de abril de 2023

Aquella Semana Santa sublevada de 1987

Fue hace 36 años cuando en una nerviosa, expectante y larga sobremesa familiar, escuché y miré la visceralidad de Raúl Ricardo Alfonsín ante las cámaras de todos los canales con una frase tan célebre como tranquilizadora: “Para evitar derramamiento de sangre, di instrucciones a los mandos del Ejército para que no se procediera a la represión y podemos dar gracias todos a Dios. La casa está en orden y no hay sangre en la Argentina. Le pido al pueblo que ha ingresado a la plaza de Mayo, que vuelva a sus casas a besar a sus hijos y a celebrar las Pascuas en paz en la Argentina.”

Después a la noche, como todos y todas las chicas y chicos de entonces que teníamos inquietudes políticas y sociales y no sabíamos cómo canalizarla, fui a la misa parroquial y ahí tomé dimensión de lo que acababa de decir y sugerir el presidente. “Bueno, luego de una Semana Santa difícil hoy podemos abrazarnos y seguir viviendo en democracia y en paz”, dijo sin rodeos ese cura español que en clave evangélica siempre se refería a la realidad sociopolítica. Si lo mencionó el padre Labrador - así se llamaba- esto era realmente preocupante, pensé. Es que para mi vivencia ciudadana empoderada en la primavera democrática, que sin saber se estaba yendo, no había posibilidad cierta de ningún golpe de estado o algo similar porque había percibido tanta fuerza en la condena a la Junta Militar y la política lo había invadido todo, que me era imposible imaginar siquiera en un tibio apoyo para la desestabilización.
Lo cierto es que en esa Semana Santa pasó de todo, pero fundamentalmente fue la política en su máxima expresión la que hizo posible el fin de un tiempo autoritario: el partido militar. Desde entonces, los jerarcas de cada fuerza armada y cada una de ellas quedaron deslegitimados políticamente. El tiro de gracia se los dio el general Martin Balza cuando otro “cerebro” militar como el coronel Mohamed Seineldin - con su añejo nacionalismo a cuestas- produjo el último alzamiento y terminó arrodillado, humillado y rendido en el edificio Libertador. Pero veamos cómo fueron esos hechos que terminaron en lo que la historia lo nombra como la rebelión carapintada de Semana Santa de 1987.
La sedición fue derrotada por la política 
“No puedo ni quiero entregarlo”, le dijo el coronel Luis Polo personalmente al subjefe del Ejército, el general Mario Sánchez, cuando este le ordenó a su subalterno que lo detenga al mayor Ernesto Guillermo Barreiro, un oficial nacionalista y antisemita, quién ya se había instalado en la 14° Brigada de Infantería de Córdoba y se negaba a la indagatoria judicial con que el tribunal federal en la ciudad mediterránea lo había convocado para ver si grado de responsabilidad en el secuestro y muerte de militantes políticos en el campo de concentración de La Perla. El operativo Dignidad había comenzado y ese encuentro era el primer capítulo de los tantos que se iban a protagonizar en esos frenéticos días que concluyeron el Domingo de Resurrección, un 19 de abril de 1987.
Todo fue militarmente planificado pero el momento histórico jugó a favor de la institucionalidad. También la brutalidad con la que fueron educados esos servicios jugó a favor. Sin lectura política de que los contextos dan fuerza a los movimientos locales, los ex represores creyeron que el radicalismo aún podía ser manejado por titiriteros, que la democracia seguía siendo esa caja vacía regida por la tutela del dúo patria militar y los cuadros civiles que siempre ofrecieron sus servicios ante cada cambio de gobierno constitucional por uno uniformado y que el peronismo no se podría levantar con su líder muerto y en la oposición.
Todo había cambiado. La Unión Soviética daba signos que podría desintegrarse; por lo tanto, la guerra fría ya no tenía sentido. Además, una ola democratizadora atravesaba el patio trasero de EEUU. Es decir, no había quórum para tutelar a ningún gobierno civil y mucho menos intentar un golpe de estado. Tutela en ese contexto quería decir que los juicios de la memoria y la verdad no podrían realizarse jamás. Para colmo de males de los cararpintadas, el peronismo avanzaba en su renovación y se convirtió, desde el comienzo de la crisis, en el primer sostén de un gobierno que ya lidiaba mucho con la economía y las presiones de los poderes facticos de siempre.
Ese fue el poder que muy bien leyó Alfonsín y le permitió resolver la situación con marchas y contramarchas; con el diario del lunes de la historia se puede comprender la actuación del líder radical. Los amotinados tuvieron en frente a un estadista de la envergadura de Raúl Alfonsín y no fue poca cosa. En abril de 1987 hubo política. Triunfó la política y se mostró unida y compacta ante un atentado institucional.
El Nabo y el Ñato siemprelistos
La incomodidad de la larga lista de oficialidad y suboficialidad que podía ser llamada a indagatoria era un problema presente y a futuro. Ya el juicio a las Juntas había destapado la olla. La sentencia de la Cámara Federal del histórico proceso estableció la existencia de un plan criminal y ordenó juzgar para abajo. Eso desmoronó la estrategia de los niveles de responsabilidad de Alfonsín. El fallo borraba los límites entre órdenes cumplidas y excesos. Así, todos los militares podían ser juzgados. La conflicto ya no tan potencial que podía darse, el gobierno busco salidas. Una de ellas fue las instrucciones a los fiscales militares, que podían abrirle la impunidad a aquellos acusados con solo decir que cumplieron órdenes.
El rechazo fue contundente. Desde el propio radicalismo hasta los, organismos de derechos humanos, pasando por la renuncia a la Cámara Federal de Jorge Torlesca, miembro del histórico tribunal. En 1986 se aprobó la ley del Punto Final. Como no se citaba ni investigaba y los militares quejosos por la permanente sospecha del accionar de lo que seguían llamando “lucha antisubversiva” el proyecto apunto a cerrar en 60 días la recepción de las denuncias por delitos de lesa humanidad.
Conocedores del paño, Barreiro se juntó en Buenos Aires con un camarada a principios de ese abril. Destinado en Misiones, un tal Aldo Rico venía de cumplir diez días de arresto porque había enviado una carta para pedir una amnistía. El encuentro fue posterior a otra tertulia en febrero de ese año. En otra cena, Rico se había juntado con Polo. La misma promoción de cadetes y la misma preocupación con idéntica posición: reaccionar ante la primera citación. 
Aquí entra otro actor. La inteligencia militar que con un poder residual de la dictadura dio muestra que no había sido desmantelada y jugaba decididamente para los sediciosos. Nada de esto hubiera sucedido con informes fidedignos y un diseño ministerial para anticiparse a cualquier movida. Recién habían pasado cuatro años se recuperación democrática, que dio muestra que todavía usaba pañales. Más aún, en la visión histórica cobra notoriedad el papel de Alfonsín.
Con los años se puede advertir cómo era la situación política de esa transición. Alfonsín tuvo que transar con una parte de la burocracia sindical. Había dado el ministerio de trabajo a Carlos Alderete de Luz y Fuerza. Para peor, en el quinto aniversario del desembarco en Malvinas, el mandatario tuvo que aguantarse una dura homilía del vicario castrense José Medina. En una histórica intervención, Alfonsín pidió el micrófono y subió al púlpito a defenderse y darle una lección cívica al prelado y los feligreses calificados que habían asentido cada palabra del cura.
El pueblo movilizado
Barreiro era ya un viejo conocido de los cordobeses. Había sido uno de los jefes de inteligencia del campo de concentración de La Perla. Se definía a sí mismo como parte de “la elite de la inteligencia”.  En el cuartel que le sirvió de aguantadero, el Nabo – ese era su nombre de guerra, pero también lo conocían como Hernández, Rubio o el Gringo – había dado una entrevista al diario la Nueva Provincia de Bahía Blanca, una gema del periodismo progolpista. Su camarada Polo lo sostuvo lo suficiente como para que pudiera escaparse a Jujuy. Mientras, la otra pieza del trío se iba a sitiar a Campo de Mayo. Aldo Rico empezaba a cobrar notoriedad. Si bien negó siempre que el objetivo fuera un golpe, la comunidad política había leído la situación como una típica asonada de años anteriores. Por eso, el debate era si la convocatoria había que hacerlas a la militancia o directamente al pueblo. Si iba a salir a dar un discurso el presidente o negociar con los sublevados. Empezaron a oler un tufillo distinto. Los jefes de la Fuerza Aérea decían que era un problema del Ejército y el ministerio de Defensa se aseguró que el complot no gozaba una aceptación generalizada en las guarniciones de todo el país y eran las clases medias las que se movilizaban espontáneamente. Famosos fue el desliz del general Alais con su patrulla perdida en el camino Rosarios Buenos Aires, que nunca llegó para reprimir a sus camaradas. 
Era un contexto distinto a otras movidas del partido militar. Ningún grupo civil de importancia jugó abiertamente para los rebeldes. Queda en la historia qué se habló en ese encuentro de Alfonsín con Rico. Después vinieron la obediencia debida y el indulto y Rico expresó políticamente a una porción considerable del conurbano bonaerense, pero se puede contraponer que, también, un general del Ejército abortó y para siempre cualquier alzamiento militar cuando, otro presidente, no tuvo contemplación y ordenó reprimir un intento sedicioso. de otro oficial, igualmente nacionalista y negador del terrorismo de estado.
Rico ya había dicho que el alfonsinismo calificaba como un gobierno gramsciano que preparaba “la cultura de la revolución” Después de 36 años ¿Por qué se asemejan eso sonidos de tambores a los que se escuchan actualmente de que el gobierno es comunista? A 40 años de la democracia, es bueno leer aquella Semana Santa y sus actores para comprender que nunca falta en estas latitudes las pobres almas que golpean la incredulidad en el sistema de gobierno y, por ello, siempre debe estar alta la guardia de las instituciones democráticas, pero mucho más alta la defensa de la libre expresión y la garantía de la pluralidad política que tribute en la política. O sea, en el diálogo que es conflicto pero también construcción.

 

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