DEPORTES Carlos Alberto Torino (*) 29 de diciembre de 2023

Racing, aquel campeón tan esperado en medio de la crisis del 2001

¿Cómo se mantiene el amor o la fidelidad por un club que llega a los 35 años sin levantar una copa ni lograr un título? Aquí, un racinguista de alma comparte lo que vivió durante esos años, cómo hizo para demostrar por qué le dicen "la academia", y la gran espera del título logrado en el 2001 en medio de corralito bancario y crisis económica.

El día esperado durante toda mi vida, sí: toda mi vida, había llegado. Ese era el día en el que Racing iba a ser campeón. Era tan real que costaba creer. Solo bastaba un empate de visitante ante Vélez. Era completamente posible. No era ninguno de nuestros cucos, que con tan solo mostrarnos la camiseta nos desmoralizada, como el Deportivo Español -que por entonces siquiera jugaba en primera- Rosario Central o River, una paternidad que aún hoy es insuperable. Es más, en ese jueves convulsionado con corralito, había más oportunidades de triunfo que de derrota, pero una cosa era segura, una palabra casi impronunciable para los racinguistas de ley: ese día la eterna espera terminaba, la esperanza terminaba y empezaba la realidad de ser campeón.

Racing Club de Avellaneda, mi querida y amada Academia, estaba a punto de dar la vuelta olímpica aquel 27 de diciembre de 2001. Me había cansado de contar más frustraciones que alegrías, de aguantar la cargada de los viejos amigos, de los amigos nuevos y de buena parte de mi familia futbolera, básicamente riverplatense.

En esos años de niñez y adolescencia, de barra de la esquina, de barrio con amigos de los 12 años, esos que no se tienen nunca más, según dice una canción, no puedo olvidarme cuando mis vecinos y vecinas, gallinas o bosteros, daban una especie de vuelta olímpica. Yo me retiraba a un costado y veía el festejo de otros. El pato Méndez encabezaba esa algarabía. Era hincha de River y como buen amigo, los puse en el listado de enemigos deportivos. Todo era más doloroso para mi fanatismo. Más de lo que pudiera significar el rechazo del amor de una chica.

Después, fui el objeto de gastadas de otros amigos, otros vecinos y la familia ampliada. Empezó una época donde había que justificar y argumentar por qué Racing era uno de los cinco grandes del fútbol argentino y llevaba el mote de Academia. Sin títulos se hacía muy difícil convencer de la grandeza en medio de la discusión. Es su gente y no se puede decir con palabras el sentimiento, era lo único que se me cruzaba para concluir la charla. Debo admitir que siempre volvía a mi almohada con esa sensación de querer ser campeón alguna vez. Con el tiempo, la propia tribuna de Racing puso en palabras esa “defensa” que hacía de cuán grande era mi equipo. Una bandera lo tradujo todo con una inscripción: “Racing, una pasión inexplicable”. Un cantico liberó mi expresión: a Racing lo hace grande su gente.

Todas esas sensaciones las atravesé durante 35 años. Prácticamente toda mi vida porque en 1966, año en el que comenzó el martirio, cuando Racing fue campeón, apenas tenía un año. Cuenta la historia de mi existencia, que tanto fue el furor de ese triunfo que la onda expansiva llegó a todo el país y así fue que una tía, que vivía en casa, se hizo hincha de Racing y, como era la que me cuidaba y estaba conmigo todo el día, me empezó a ‘hacer’ celeste y blanco. Sin embargo, mi padre, muy de River, alentó para que fuese de esos colores. Ya en mi niñez, época de la escuela primaria tengo experiencia de hincha de River, pero eso lo recuerdo bien. Como tampoco salía campeón y esa historia de hincha de Racing me entusiasmaba, tomé la firme decisión, a mis diez años, de volver a ser hincha de Racing. Motivado por ese amor filial, inalterable hasta el día de hoy con mi tía Margarita, pero también por esa mística que sentía -ese famoso no sé qué- que me transmitía la camiseta albiceleste en las fotos de El Gráfico y los recuerdos del equipo de José.

Como buen argentino del mal llamado interior, tenía dos equipos. El otro era Central Norte. Fui muy fanático. Ya veinteañero lo seguía todos los domingos. Íbamos a la cancha con un vecino, un amigo: Cristian Figueroa. Tanta era la identidad azabache, que tenía de apodo “el cuervo”. Con él sufríamos y nos alegrábamos por igual pero no hablábamos de fútbol porteño. Era de River y tenía motivo de celebración. 

Siempre, luego de esas incursiones por barrio Norte, cuando volvía a casa, preguntaba: “¿Cómo salió Racing?”, ante cualquiera que tuviera radio. Nunca voy a olvidar que un buen domingo de fines de la primavera democrática fui a comprar Clarín y La Nación. Eran las siete de la tarde y se habían enfrentado Racing y Boca. Seis a uno, me dijo el kioskero. Había goleado Racing. No lo podía creer. Entonces ya era un declarado anti Boca. Lo fui desde el momento que un hincha nuestro murió por una bengala tirada desde la tribuna de la Doce.

Esos largos años que para cualquier hincha hubiese sido un calvario, a nosotros los hinchas de Racing nos fortalecía. 

Después viví y me radiqué en Córdoba y sentí con más intensidad las cargadas. Conviví con hinchas de Boca. Sobresalía el Pancho Sanmillan, al cual tuve que soportar con otros boquenses cuando nos devolvieron el 6 a 1. Los ‘90 fueron duros, pero para un hincha de Racing más aún. Tenía más conciencia social y ya no me gustaba el decodificador. 

Me recibí. Regresé unos años a Salta. Hasta que, ya enamorado, decidí ir hacia esa extraña institución, llamada matrimonio. Pasó el 2000 y llegó el 2001. La esperanza parecía llegar al final. 

No lo olvido más. El 27 de diciembre, el país literalmente estallaba. Los diarios anunciaban una nueva moneda, el argentino, para terminar la convertibilidad. El presidente, electo por la asamblea legislativa, Adolfo Rodríguez Saa atravesaba su luna de miel, que iba a terminar esa misma semana. Habían pasado cosas. El ex ministro de Economía, Domingo Cavallo se iba al exterior y le pedía perdón a la gente. Un tal Néstor Kirchner decía que era una locura que Rodríguez Saa pretendiera quedarse en la Casa Rosada hasta 2003. O sea, completar el período presidencial sin convocar a elecciones, como correspondía. El 19 y el 20, las cacerolas habían echado al elenco gobernante, con helicóptero incluído. Los ahorros habían sido confiscados por el sistema bancario y un tal Federico Sturzenegger había obrado con el megacanje, que era más deuda onerosa.

Yo matizaba esa aflicción ciudadana entre mi estado matrimonial y la preocupación de que la última fecha del campeonato se jugara. El día finalmente llegó. En Salta, era un jueves de lluvia furiosa a la hora del partido. Encontré un bar grande cerca del centro. Fui con mi flamante esposa y mis sobrinos que eran ya de Racing. Sufrimos hacia el final y ya soñaba con tener un hijo para llamarlo Gabriel, que era el nombre de Loeschbor, el defensor que hizo el gol del empate. 

Me abracé con todos. Grité y lloré. Fui a dar la vuelta olímpica a la plaza 9 de julio. Nunca había visto tantos hinchas de Racing por esos lados. Mientras caminaba y me abrazaba con cualquiera, pensaba que esa esperanza de siempre llegaba a su fin, pero sentí que tocaba el cielo con las manos. Era campeón. Lo podía gritar por primera vez y era yo el que daba la vuelta. Los otros miraban. El sendero del sufrimiento de hincha de Racing paraba en la estación de la alegría. Después hubo otras estaciones de jolgorio hasta ahora pero nunca fue como esa vez cuando la esperanza terminó.

(*) Periodista

 

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