Notre Dame, con Trump, sin el Papa

Cargado de emoción, con el orgullo de la promesa cumplida y la satisfacción de haber rescatado para Occidente uno de sus monumentos más emblemáticos, el presidente de Francia Emanuelle Macron reinauguró el sábado pasado la Catedral de Notre Dame luego de que un incendio la devastara en 2019, tal como en 1831 lo imaginara Victor Hugo en su novela “Nuestra Señora de París”.

13 de diciembre de 2024 María Quintana, Lic. En Cs. Sociales
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En el libro, la denuncia de los eternos abusos del poder, la marginalidad, los amores imposibles, la hipocresía de casi todos, los maltratos familiares y sociales le permitió a Hugo, de paso,  exigir la preservación y el cuidado de lo que aún no se llamaba el patrimonio cultural histórico y, en particular, la restauración de la Catedral de París, en ese momento en ruinas y al borde del colapso por los saqueos, profanaciones y abandono sufridos durante la Revolución y el Terror.

Abruma la correspondencia entre las imágenes del libro y las de la televisión casi 2 siglos después: “Las innumerables esculturas de diablos y de dragones adquirían un aspecto lúgubre y parecía que las llamas les insuflaban movimiento. Había sierpes que parecían reír, gárgolas que parecían aullar, salamandras que resoplaban en las llamas, tarascas que estornudaban por el humo. Y  entre todos aquellos monstruos, despertados de su sueño de piedra por el fuego, había uno que andaba por el frente de la hoguera como un murciélago ante una luz”.

Ni entonces ni ahora el fuego ha sido la única catástrofe que debió enfrentar el edificio. Las hordas embravecidas de la Revolución la emprendieron contra las 28 estatuas de los Reyes de Judá de la fachada principal creyéndolos reyes de Francia. Su imaginería religiosa fue profanada y destruida y, aun cuando El Concordato de Napoleón no interrumpió el deterioro pero definió y recompuso en parte la relación entre Iglesia y estado, reconociendo a la católica como la “religión de la gran mayoría de los franceses” y podía ser profesada libremente en Francia sin ser religión oficial. La Comuna separó la Iglesia del Estado, clausuró todas las escuelas e iglesias del país que pasaron a propiedad estatal y Notre Dame –como todo edificio católico- padeció incendio, afrenta o destrucción. Y aunque no hubo mayores variaciones en las relaciones desde entonces, fue el propio Macron quien lanzó la campaña de recaudación.

 Aunque se utilizaron 700 milllones en realidad se recaudaron casi 850 millones de euros de 340 mil aportantes, que arrimaron desde 50 euros a 200 millones. Intervinieron empresas y particulares de todo el mundo , entre los que destacan los grandes donantes franceses como François Pinault, Bernard Arnault y la Fundación Bettencourt Schueller, que ya han autorizado que la plata no utilizada en Notre Dame sea utilizada para restaurar otras 60 iglesias de Francia.

Esta generosidad -proveniente de 150 países- permitió que en 5 años, más de 2000 personas sortearan innumerables desafíos técnicos, arquitectónicos y emocionales y devolvieran a la Cultura una de sus mayores expresiones artísticas en una hazaña en la que la Ciencia fue decisiva y de la que se alimentó enormemente por los descubrimientos geológicos, arqueológicos y de ingeniería que revelaron los trabajos. La foto y la tarea de varios de esos 2000 trabajadores fueron fijadas en las vallas que, hasta el viernes, cercaban la catedral y los vitralistas de Colonia, Alemania, se apresuraron a restaurar los vitroux.

Obviamente, hubo consensos, disensos e inevitables reyertas políticas. Y la emoción de Macrón en su discurso bien puede conjugar con las acusaciones que le hicieron de utilizar Notre Dame para recomponer su imagen, deteriorada esta semana por la moción de censura que destituyó a su primer ministro. Jaqueado por la renuncia que le exige la oposición, Macron no renunciará de ninguna manera y, así, recibió con la mejor sonrisa a los 1500 invitados de todo el mundo que acudieron a la reapertura. Sabe que esa restauración es su legado cultural, legado que lo trasciende y que destacó por la presencia de Trump y  la inexplicable ausencia del Papa.

Y mientras los políticos del mundo acomodaban su asistencia a la conveniencia de asistir o no al acto, las campanas de la Catedral de París volvieron a sonar. Como cuando Enrique VI de Inglaterra fue coronado rey Francia o Napoleón se coronó él mismo Emperador, o la Liberación de París durante la IIGM o el entierro de Carles de Gaulle.

Y con el redoble de campanas cabalgaron en tropel las leyendas del lugar. La que habla de la real existencia de un herrero jorobado que habría inspirado al Quasimodo de Hugo. O aquella otra, que asegura que las gárgolas y quimeras que la embellecen son espíritus protectores del recinto sagrado y que, por ello, abandonaron su sitio y atacaron a los transeúntes la noche en que Juana de Arco fue quemada en la hoguera para protestar por el asesinato de una inocente. Una tercera, que le pone apellido al fantasma que la recorre, el cerrajero Biscornet, que pidió ayuda al diablo para cincelar en una noche la Puerta de Santa Ana, ofreciéndole su alma  a cambio. Así se hizo, aunque luego la cabeza del diablo fuera arrancada de la Puerta y Biscornet quedara errante.

Imperturbables, las reliquias han recuperado su lugar: la corona de espinas, un trozo de la Santa Cruz y algunos clavos llevados a París por San Luis IX rey de Francia. Su túnica de lino. Los vitraux de los tres Rosetones, limpios ya de destrucción. El órgano de 8000 tubos y 5 teclados, el más grande de Francia.

 Catedral, políticos, clérigos, campanas, estatuas. Todos sobre el Sena, Sena de aguas calmas que esconden pasiones profundas que desesperan por acoplarse al mar. Con toda la gama de grises que un rio de ciudad puede mostrar. Que sabe de vida e historia, y por eso, que la nieve y la primavera se repetirán cíclicamente pase lo que pase y caiga quien caiga. Sena que regala fases de civilización antiquísima en distintos períodos. Sena que es tan imprescindible que hasta García Márquez lo incluye en el amor en los tiempos del cólera. Y desde el que se mide, en plena llovizna, la vitalidad resplandeciente de la armonía que define a París.

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